“Es más seguro ser temido que amado, pero lo peor para un príncipe es ser despreciado” — advertía Maquiavelo en El Príncipe (1513). Luis Arce Catacora encarna hoy esa máxima en su peor versión: ni es temido ni amado, sino despreciado, y el desprecio, como advierte el florentino, es el preludio del ocaso político.
Arce Catacora es un muerto político que continúa moviéndose por la inercia del cargo, pero su proyecto, su credibilidad y su influencia yacen ya sepultadas. Hace tiempo que la sociedad lo percibe como un gobernante que administra la agonía del “proceso de cambio”, atrapado entre las facciones del MAS y un país al borde del colapso. Su gobierno se sostiene apenas sobre el miedo residual y la maquinaria propagandística de unos medios estatales convertidos en la corte cortesana de una Juana la Loca, desorientada, repitiendo consignas mientras el cuerpo del poder se descompone.
El Felipe el Hermoso del centralismo andino
Como Felipe el Hermoso —el monarca que buscó asegurar su posición en medio de la debilidad de su propia corona—, Arce parece obsesionado por concluir su mandato para poner a su familia a buen recaudo, pues es imposible ocultar los “negociados” que los enriquecieron .Su desesperación es la de quien comprende que su tiempo histórico ha terminado y que su nombre quedará inscrito no como estadista, sino como el peor presidente de la era democrática boliviana.
No gobierna: sobrevive, buscando blindarse frente a un futuro donde la justicia —o al menos la historia— le pedirá cuentas. Y si algo enseña Maquiavelo, es que “los hombres olvidan antes la muerte de su padre que la pérdida de su patrimonio”: el pueblo boliviano no olvidará el empobrecimiento, la inflación y el saqueo moral a los que fue sometido.
El legado de la descomposición
El legado de Arce no es otra cosa que la continuación y profundización del modelo instaurado junto a Evo Morales, un pedófilo cuyo poder político contaminó las instituciones y cuya relación simbiótica con el narcotráfico transformó el Estado en cómplice del crimen organizado. Desde el Ministerio de Economía, Arce fue el arquitecto de un modelo extractivista que compró paz social a costa de hipotecar el futuro y normalizar la corrupción como parte del orden político.
Hoy, la economía se desangra: las reservas internacionales se han desplomado, la hiperinflación acecha y el contrabando y el narcotráfico han tomado el lugar de las políticas públicas. Pero lo más grave es lo intangible: la destrucción del tejido moral de una nación que aprendió a sobrevivir entre la coima, el contrabando y la impunidad.
La sepultura política
Arce Catacora no necesita que sus adversarios lo destruyan: ya está destruido. Como advierte Maquiavelo, “cuando un príncipe no puede ser fuerte, debe saber ser astuto; y cuando no puede ser astuto, está perdido”. Arce no ha sido ni fuerte ni astuto: ha sido el administrador gris de un régimen en descomposición, que no supo construir poder ni reinventar un proyecto político.
Bolivia no necesita solo su salida: necesita su sepultura política. No por venganza, sino por sanidad histórica. Porque, como diría el florentino, “los hombres ofenden o por miedo o por odio”: y Arce ofendió al país por ambas razones.
Su gobierno será recordado no por sus logros, sino por haber convertido a la nación en un cuerpo sin alma: corroído por la corrupción, gobernado por el miedo y entregado al crimen organizado. El cadáver político que aún camina debe ser finalmente enterrado para que Bolivia recupere el derecho a pensar un futuro.